A mi, me gustaba faltar a veces a la escuela y quedarme en casa de la abuela. Era la hora de la siesta plena de paz, sol y olor a plantas en la casa. Ella tejía o devanaba, con sus manos ya gastadas por amorosos trajines. Me gustaba sentarme en el suelo, y a veces ayudarla a devanar madejas. Siempre frente a la tele en blanco y negro, el color de la nostalgia, veíamos alguna telenovela palpitando que ocurriría en las próximas escenas. Los galanes de moda eran entonces: Atilio Marinelli con su eterna sonrisa aniñada, y los inolvidables Rodolfdo Salerno, Fernando Heredia, Eduardo Rudy. Sus amadas: Beatriz Taibo, Mabel Landó, Perla Santalla, Beatriz Día Quiroga, Eva Dongé, María Aurelia Bisuti o Julia Sandoval. Luego venía la esperada taza de té o café con leche, a veces cacao o cascarilla, acompañada por los scones de la abuela, los más ricos y fragantes del mundo, o las tostadas, por suerte caseras- entonces no se vendían envasadas- con manteca y dulce de leche, o por qué no, leche condensada.
Cierro los ojos y aún después de tantos años evoco ese momento. Esas telenovelas eran parte de la imaginación plagada de aventuras de mi vida infantil. Esperaba con ansiedad el primer beso de Beatriz Taibo y Marinelli, sufría cuando obstáculos insalvables los separaban.
Así fue como, una de esas novelas con gustito a siesta me atrapó de tal modo, que faltaba a menudo al cole haciéndome la que me dolía la panza, o cualquier pretexto parecido.
Una de esas tardes, anunciaron que eran los últimos capítulos de mi novela. Empecé a soñar con ese final en que el héroe y la heroína unirían sus vidas para siempre después de tantas desventuras, y poder verlo se convirtió en mi mayor objetivo. Todos los días me decía: hoy termina y buscaba otra excusa para faltar a la escuela. Pero ¡ay!, el ansiado final nunca llegaba. De pronto, para mi mala suerte, mi padre descubrió mi estratagema y me advirtió que no volviera a faltar. Yo sabía muy bien que cuando decía algo era inflexible, así que comencé a cumplir su mandato, a pesar de que creí que una enorme calamidad se había debatido sobre mi.
Sin embargo, cuando supe que habían anunciado que ese día, "sí" sería el soñado final, a pesar del riesgo que corría, decidí jugarme por mi sueño y faltar nuevamente al cole.
LLena de emoción, me senté acariciando el instante esperado, se me figuró que no llegaría más. Preparé mi lata de caramelos Suchard, y en ese instante, se abrió la puerta y llegó papá... ¡Adiós a mis esperanzas y a todas mis ilusiones!... Le suplicaría y comprendería. ¡Pero no!, papá era inflexible e inconmovible, y se encerró conmigo en la pieza, mientras la abuela disfrutaba sola del final de la novela en el comedor. Me puse a llorar amargamente, pero papá estaba muy enojado por mi desobediencia y ni mis súplicas ni mi llanto lograron conmoverlo.
Trataba de aguzar mi oído para escuchar, pero era en vano...
De pronto se me ocurrió una idea salvadora: pediría permiso para ir al baño. Sí, ¡qué idea estupenda!. Me quedaría allí un buen rato, ya que el ojo de la cerradura del baño daba directamente a la pantalla del televisor y desde allí podría espiar un poco. Animada por esa última esperanza, cerré la puerta y coloqué mi ojo en la cerradura... ¡pero ay!... creí desfallecer, porque del otro lado lo único que había era el ojo de papá contemplandóme con severidad. ¡De esta manera, acababa mi última esperanza!.
Al día siguiente, escuché el relato del final de labios de mi abuela, en dónde los dos galanes estuvieron a punto de batirse a duelo por la heroína. Mi imaginación recreó la escena, adornándola con detalles que probablemente nunca existieron.
QUE LINDO LO QUE RECUERDAS, PERO AL FINAL SUPISTE COMO TERMINO AJAJAJAJAJ
ResponderEliminarhola Galle de mi alma, qué alegría que me visites, TE QUIEROOOO!!!!!!!
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